La ciudad verborrágica

La ciudad verborrágica

Mayúscula*, solo una mayúscula y dos o tres unidades fonemáticas para empezar lo que sea y seguir escribiendo, sea retórica o llana charlatanería, al fin de cuentas qué más da, si los gritos en los muros a veces las ignoran es precisamente porque son eso, gritos y no más que gritos que no están ni antes ni después de nada, solo durante la ontología de los que los gritaron, y ahí voy con mi vidorria, sorteándolos como a cajones en esta frutería de ciudad, como al discurso de mi hermano mayor que no entiende nada, como aquellos lunes en los que buscaba en la fatiga de Evangelina un sábado neutro, un domingo inquieto, y el timbrazo que nos devolvía a los salones, ella al suyo, yo al mío, y la adolescencia que era nunca abandonada, porque una vez en el salón evaluaba cómo mis compañeras acertaban en la educación de sus cuerpos, y bendita sea la humedad local, bendito el diseñador de uniformes escolares, bendito el grácil textil de sus faldas azules, sobre todo aquella que ligaba cada textura de la entrepierna de Vanesa con mis pupilas erectas, y esa curva, si habrá Dios, cómo se precisaba cuando esta colegiala apoyaba el talón inmediato sobre los hierros de la silla, y el meandro que alcanzaba esa dermis parecía el declive apetecido en toda montaña rusa, y mi libido enloquecido descendiendo por ella, y no solo eso, también estaban las monedas que se prensaban dentro del bolsillo de Belén, entre las telas y los pezones, y si era martes, entonces repasaba a la profesora de Inglés, un cuerpazo de rubia casada y sicalíptica a la que parecían apostillarla nuestras caras ensopadas mientras respondíamos yes, oh yes , y sin embargo, lo único seguro de aquella adolescencia insubordinada eran los motines en el cronograma de las clases de contraturno para huir con Mauro y el Edu al cine del hasta entonces único shopping de la ciudad, pero eso no era irrepetiblemente los lunes, también era los viernes, y los miércoles, y los martes, y los jueves, y a pesar de que una vez en las butacas las piernas de Nicole Kidman y todo su Moulin Rouge me encarrilaran precipitadamente a las de Vanesa, Evangelina lo era todo, y Eduardo lo sabía bien pero a Mauro nunca se lo conté, hasta ahora, que va por esta línea y sonríe con cara de yo lo sabía , será que siempre tuerce la cara de esa forma, pero en aquél tiempo era mi mayor secreto, temía que Mauro no me entendiera, como tampoco lo hace hoy por hoy mi hermano mayor, entonces era capaz de gritarlo en todos los muros de todos los baños del colegio y en las primeras páginas de La lista de Schindler , razón por la cual se lo negué cuando me lo pidió prestado, pero con todo no era capaz de arrancarme la aorta y sujetarla con mi mano izquierda a la altura de sus mocos y al mismo tiempo desembucharle sin más remedio que Ismael Serrano, que con mis dieciocho agostos y a semanas de graduarme del quinto año me había enamorado de una chueca, una catorceañera que tenía el pecho como el de una paloma y la pollera rasa por donde se la tantee, tanto así que si uno se propusiera tallarla acabaría esculpiendo una columna dórica con un capitel corintio, porque sus ojos sí que valían ser confundidos con otras cosas, no tanto por lo celeste como por lo vertiginoso, y ahí andaban Zeus y Pegaso por los corredores del colegio San Pablo, como panchos por su casa, como chilenos por Santiago, y yo frente a ellos, interrogándome qué es lo que hace un argentino en el Olimpo, y ella que me sonreía con el destino del universo sostenido en la mirada, y cómo me sonreía, y aún así sería acaso la única sonrisa que supo darme esa nena que por si fuera poco todavía no se adecuaba al ritmo de un colegio secundario, y será por eso que no me hice el valor de decírselo, pero en cambio sí se lo canté a Vanesa, es decir, le racionalicé que me enloquecía, que sería capaz de amarla como hombre y no como preadolescente tardío, que por ella me afeitaría cada día para esquilar hasta el último de mis poros lampiños, que masturbaría toda mi pubescencia el hecho de que ella desvirgara cada uno de mis dos labios, y ella que se sorprendió y me negoció una tregua hasta la noche de la graduación, y yo que me embadurné con gel y perfume barato y hasta pedí prestada a un estudiante de medicina caletense una camisa tinto que combinase con el traje italiano de mi hermano mayor, metiendo en cada bolsillo, excepto en el interno donde ya no entraba nada de engomado que estaba de tantos preservativos embolsados, toda la codicia y fantasías que recopilé la semana que duró desde el convenio hasta la fiesta de la graduación, noche cáustica en la que ella bebió de más y me equivocó en un morocho no solo más bien parecido, sino más afortunado, en esencia y herencia, y acabé puteando por lo bajo, solo con mis preservativos, por lo que dilaté la suerte entre las demás, a las que les parecí borracho, o aburrido, o acaso yo, y me parece bien, a mí también me aburría mi encare taciturno, pero terco como astilla de palo viejo decidí profesionalizarme en la cuestión y acabado el verano comencé la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, para entonces ya habría escrito varios poemas paridos con fórceps y compuesto seis o siete canciones que nunca más volví a tocar, pero aquél primer año, esos sí que fueron buenos tiempos, las mujeres en la facultad eran materia cotidiana, y en la universidad cogí algunas cátedras de sociología que me ayudaron en las horas de cursado, las tardes de estudio, las peñas universitarias, las peñas privadas de no más de quince o veinte estudiantes, y hasta un día invité a una Erica al cine, y ella aceptó, y ese lunes vimos Enlace mortal , hora que lo pienso, resultó ser un título oportuno, el caso es que a mitad de película un italiano dueño de un prostíbulo caía muerto por la bala de un francotirador que atravesó piel, pulmón y cabina telefónica ulterior, a Erica le habrá parecido romántica la forma de morir de aquél rufián ya que en ese preciso instante se lanzó sobre mí y me besó como nunca nadie antes lo había hecho, en efecto, nunca nadie antes lo había hecho, y a mí que me pareció húmedo, y ahora que lo recuerdo exagerado, y no tanto por la mala memoria sino más que nada por la buena memoria de las otras mujeres que le sucedieron, como aquella Verónica que conocí en un taller de teatro, una entrerriana de cabellos divididos, la parte inferior rubia y la superior sincera, aunque vale aclarar que con ella el enlace no fue tan mortal como el desenlace y acabé por excluirme sin otras mujeres que las de los bares y algún que otro encuentro casual con chateras desesperadas, las demás se me diluyeron de las manos al querer absorber algo más profundo que el Paraná, al demandar algo más inmenso que el Monumento a la Bandera, de carácter rosarino más que nacional, y al cabo de dos o tres otoños me convertí en un melancólico técnico y mis preocupaciones espirituales sufrieron una suerte de eufemística urbana, es decir, pavimenté al empirismo en las aceras, tranquilicé la esperanza en cada semáforo, envicié el placer en un pucho, perseguí la paz por los parques, desvestí al amor en la piel, profesé un cristianismo individual y privado, mudé a Verónica por Inés, afiné de un Cristian Castro a un Fito Páez, corregí a Neruda por Skármeta, y fue este último quien me apuntó que no era necesario publicar nada para ser escritor, y eso es lo que mi hermano mayor no entiende, porque él decidió cambiarme el estilo de vida, creo yo, que habrá sido porque a él también le dolió que contara mis días por las noches y me abalanzara a vivir entre las doce del mediodía y las seis de la mañana, como le dolió a la madre del protagonista de El último viaje del buque fantasma , de Gabriel García Márquez, que gimió de desilusión porque al pequeño se le estaba pudriendo el seso de tanto andar al revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y es que él no trabajó conmigo esos cybers, ni trató de sacar el final de Lenguajes I por quinta vez viviendo en una casa habitada por trece personas y cuyas únicas instancias facultadas para el estudio son aquellas en donde la luna da cátedra de comunicación a los poetas, o será que él no entabló amistad con Romina Míguez, y lo que acarrea que no entienda como un café puede provocar descanso, y ese reloj que a esta altura está más que ignorado, herido, diría yo, porque esta mujer comienza aplicando neologismos a los sustantivos propios y continúa con peroratas que son barbaridades filosóficas, y entre tanto y tanto te prepara un mate y acepta esos besos que median la colilla de un cigarrito, y te explica en tres o cuatro palabras como es la vida, o al menos cómo debería serlo, y a uno no le queda más remedio que encender otro cigarrito, y abrazar lo que se viene, y a quién le importa esas manecillas que por tercas se dañan solas y luego no cicatrizan, pues entonces, si mi hermano hubiera vivido lo que yo viví, no acometería contra mí aspirando a desgramaticalizar mis costumbres, y es que se propuso borrar todo aquello en donde pudiera escribir, empresa por la cual permutó sus faenas cotidianas hasta lograr deshojar una por una mis letras nocturnas, pero lo que Tito no entiende es que yo soy escritor, más allá de la cantidad de lectores que pueda concebir, más allá de la cantidad de escritores que pueda hermanar, más allá de la cantidad de editoriales que me puedan parir, aún más allá de todas las profesoras de Literatura y de todas las bibliotecólogas que no educan con mi nombre ni fomentan la lectura de Natanael Arrejín, a quién le importa que hasta la fecha no haya publicado nada, yo soy Natanael Arrejín, lo que en orden alfabético significa anecdótico, argumentista, articulista, artista, autor, bardo, cantor, colaborador, comediante, comentarista, compositor, corresponsal, creador, crítico, cronista, cuentista, dramaturgo, editor, ensayista, escaldo, estilista, ficcionario, gacetillero, gacetista, guionista, historiador, juglar, libretista, lírico, literato, narrador, novelista, periodista, pluma, poeta, prosista, publicista, rapsoda, redactor, relator, rimador, trovador, vate, es decir, yo soy escritor, y al decirlo no hago un resumen de lo anterior, que es lo que trata de hacer mi hermano conmigo, y yo que pienso que lo haga, que se atreva nomás , porque lo que él no sabe es que cuando elimine todos mis archivos virtuales, retornaré a las hojas que abandoné por comodidad, y cuando se afane y despapele cada cajón de mi casa, entonces semanticaré las servilletas y los rollos higiénicos, y si acaso aún esto quita de mí, entonces escribiré las paredes, los techos, las ollas, los platos, las alacenas, las fundas de todas las almohadas, la pava, el mate, la bombilla, el termotanque, y cada galletita de agua, y cuando despierte y se encuentre letrado tomará el manojo de sus llaves capituladas y saldrá por la puerta prosada y encontrará frecuentemente a mis sustantivos, mis adjetivos, mis proposiciones y hasta mis pretéritos verbos entre las nubes, entre los perros, en los monederos de todas las viejas y en las viejas también, en cada baldosa de cada hospital y en todos los grifos de esta ciudad verborrágica, y querrá huir hacia otro mundo, y cuando no pueda, porque físicamente aún no se puede huir a otros mundos, entonces escapará hacia otras naciones, otros pueblos, otras tierras lejanas, y estando allí percibirá el mismo sinsabor que adquiere la palabra acento cada vez que se anota y no puede atribuirse su propio concepto, y así andará él, indefinido y malogrado al ver que aquellos Estados están tan bien constituidos por mis letras, y es que yo no escribo para adentro, yo nunca escribí para adentro, y hasta Serrat advirtió que no es literatura si no se escribe en la piel, por eso no importa que sea ésta la oración más larga que se haya escrito, aún mayor que aquella de Márquez, al fin y al cabo a quién le importa si es ésta palabra, precisamente ésta, con la cual conseguí despuntar, no cualitativamente, sino cuantitativamente, aquella gran oración del escritor colombiano, pero a quién le puede importar, si la piel no se limita a las subrayas, si los muros pegan gritos cortos que hacen eco en toda la localidad, si el ruido en peatonal no es el de los pasos, ni mucho menos el de los autos, sino el de las historias que apenas se encuentran, se saludan, se murmuran entre sí y resuenan unísonas, y es a eso a lo que nosotros llamamos urbanidad, y yo que sigo con mi vidorria sorteando gritos como a cajones en esta verdulería de ciudad, que ya no escribo versos en prosa, ni llamo a mis amigos por teléfono para jugar al ping–pong, y es que ahora prefiero salir a patear solo, y sentarme a desear mujeres ajenas en el boulevard Oroño, y fumar en las plazas ahora que no me queda otra que maldecir esta absurda ley que no me permite fumar en los bares, ahora que escribo cuentos para concursos literarios auspiciados por la Municipalidad, ahora que me ducho solitario y calentito en mi semen matutino, ahora que solo restan estos puchos y que el frío entra por la ventana y por debajo de mi zapatilla izquierda, y yo que si pudiera las jubilaría, pero todo mi capital es Rosario, y mañana, cuando vuelvan las mayúsculas y los apóstrofes se saluden cordiales unos a otros, cuando los párrafos sean delimitados, no tanto por la gramática como por las subidas y los descensos en los colectivos, cuando los primeros signos de interrogación atemoricen a algunas parejas neófitas y tres puntos suspensivos amenacen resumirse en uno solo en otras, entonces la ciudad seguirá corrigiendo erratas cotidianas para no sentirse ya como una diéresis innecesaria, y retornará una vez más la noche, con las comas en el alma, con sus signos de admiración, sus otros de exclamación, dejará para el día siguiente el tabulado, porque es siempre mejor empezar en sangría, y no a la francesa, que después no se entiende nada, porque es allí, cuando la noche y el silencio reinan entre paréntesis, que me dejo seducir y sigo escribiendo, porque entonces la letras son solo mías, y es que en la ciudad ya no hay nada, ni acentos, ni tildes, ni puntos suspensivos, ni comas, nada, solo un pequeño y circular punto y aparte.

*Escrito en 2007, tras haber discutido fuertemente con mi hermano mayor y luego de leer haber leído «El último viaje del buque fantasma», de Gabo, escrito en una sola oración de 3 a 4 páginas; por lo cual fue más un ejercicio narrativo que otra cosa.

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